Don Enrique San Francisco.
Anoche estuve cenando en casa de Enrique. Ha vuelto unos días de su mastodóntica gira por toda España, triunfando con «El enfermo imaginario» de Moliere, con los teatros a reventar y más del noventa y cinco por ciento de la gira vendida. Increíble en estos tiempos, sí, pero es que Enrique es así.
Estuvimos charlando de la película, leímos una de las secuencias (la del remolque para aquellos que tenéis el guión) y hablamos sobre lo divino y lo humano.
Enrique es un actor de los de antes, él tiene ese don que permite traspasar la pantalla o el patio de butacas. Es un don que poseen muy pocos. Así, de memoria, recuerdo a Pepe Bódalo, al maestro Fernán Gómez (a quien Enrique admira con fuerza) y pocos más.
Estos superclase no precisan de adornos ni artificios, son de verdad.
Una noche, tras una de sus funciones, llegó un espectador hasta él y le dijo: «Eres un actor estupendo, me has emocionado».
El tipo, era ciego.
Muchos conocen a Enrique por sus monólogos, pero mi amigo lleva más de setenta películas a la espalda. Se dice pronto.
Setenta largometrajes.
Os contaba que estuvimos leyendo una secuencia de «El testamento» e inmediatamente la fábrica de talento que existe tras esos ojos inabarcables, comenzó a producir. Una frasecita aquí, una coletilla a tal diálogo. Siempre desde el respeto. Siempre sugiriendo.
Enrique es un amigo de los de verdad, un ser humano absolutamente generoso que te da cuanto posee y solo te pide a cambio honestidad.
Y todo esto se puede decir de él, ahora, que está vivo. Ese es el mérito. Después de muerto los panegíricos se multiplican, pero eso es norma y sello de esta profesión.
Lo jodido es que lo digan de uno cuando aún vive, interpreta y canallea a sus anchas.
Gracias por estar ahí, tío.

¡Enorme Enrique!